Decidí ser investigador privado. Lo único que hice fue poner un aviso en
el diario y comprar un lente. La cámara ya la tenía. Enseguida me llamó un
hombre R. Necesitaba que siguiera a su mujer. El hombre estaba convencido de
que ese mismo día vería a otro. Me pasó los datos. La seguí desde la salida de
su casa. Había estado en el supermercado. En el estacionamiento, la intercepté
y observé lo bien que le quedaba el vestido, lo cual era cierto. Dijo gracias.
La invité a tomar un café, la llamé por su nombre. Preguntó cómo lo sabía. Le
dije que la había conocido una vez en el banco. Que habíamos conversado. Dijo
que no lo recordaba. Aceptó.
Café. Le dije que era investigador privado, que estaba siguiendo a una
mujer que hacía compras. Después me dediqué a mirarle los ojos y las piernas y
a decirle lo mucho que la había recordado después de ese día, lo mucho que me había
dolido entonces no invitarla como ahora, lo mucho que me gustaría, aunque fuera
casada, lo cual era evidente por el anillo, al menos una hora, llenarle el
cuerpo de caricias y besos y de respirar esa piel tibia como la arena y la sal
en verano. No parecía estar molesta. Le dejé mi teléfono diciendo que si un día
se le ocurría dejar amarse que no tenía más que marcarlo.
A la semana me llamó.
Informe R.: El jueves a la mañana un hombre iba a ir a su propia casa a
acostarse con su mujer. El hombre esperó en la calle. A las once vio llegar un
auto, vio a un hombre bajar y tocar timbre, lo vio entrar. Esperó.
A las once y media de la mañana escuchamos la llave girar en la puerta.