miércoles, 25 de enero de 2012

El fango de los sapos es el pantano del inconsciente


Observé los sapos.
Que se acercaban a las luces de la casa para cenar.
Y dejaban que el rocío que se acumula en los techos
caiga de los aleros sobre sus espaldas.
Soñé que me quedaba sin habla.
O sin manos. O que,
con un hecho insignificante,
perdía hasta la más mínima posibilidad
de los dedos.
Así funciona el inconsciente.
Pero cuando uno descubre las razones
y aquello pasa a ser consciente,
¿se puede cambiar algo?
Porque una cosa es el vislumbre de aquella batea inmensa y negra
como el petróleo que se mezcla con barro,
y otra cosa es hacerlo surgir de la profundidad más oscura,
sacar ese pastoso oleo
–que se pega como la más horrenda diarrea
del alcoholizado durmiendo en la acera-
y trabajarlo con las manos.
Siempre fiel complejo de Edipo.
Tan inconsciente.
Y tal vez, si remuevo demasiado,
descubra que está ahí.
Y que, por temor,
no quiera saberlo.
Porque si llega a estar,
el hecho de no poder sacarla y traerla acá…
¿a dónde lleva sino a la desesperación?
Imaginar que el más allá es el inconsciente,
lo que viene después de la muerte,
lo que es el pantano…
tal vez quitarse la vida.
Lo que me vienen a decir los sapos.
Y después se pierden en el monte para descansar.
Tan bien se escabullen, que ni un haz de luz los toca.
Enterrados en los pastizales, la tierra
y el poco fango que hay;
entre arbustos duros y densos
que son su protección del día.
Es como si los sapos fueran la muerte,
los seres de la noche
noche del fin de los días.
Y los sapos generalmente ven la luz del día
en la vida de su muerte.
O la luz

de la vida
en el día

de su muerte.



Estando


Habría sido mejor
y también hubiera sido mejor,
que nunca te fueras.
Una vez,
en el santuario de Santa Elena,
yo te dije:
el que no viene se queda
y te dije que no te duermas.
Cuántas veces nos enseñaron que las cosas
-después de usarlas-
hay que dejarlas como estaban.
Cuántas veces nos dijeron
o cuántas veces nos han dicho,
nos han ido diciendo,
que no todo lo que reluce
oro puro es del crisol y que,
si en un momento hay que marchar,
lo mejor es quedarse bien quietito.
Porque si atravesamos una puerta
después hay que cerrarla
para que no la cierre el viento.
Porque un temblor común y corriente
puede llegar a provocar el derrumbe.
Pensábamos mucho en el tiempo
porque habían anunciado frio
y lluvia…
Y después te fuiste
sin decir nada.
Mediaron solamente
las miradas,
que expresaron todo lo que cupo expresar:
el terror y la pena capital.
Que no te fueras. Que te quedáras.
Pero no se puede agarrar
–por supuesto-
lo que no tiene materia.
Algo que sabe cualquiera
pero que no se asimila
hasta que nuestras manos
no se mueven patéticamente
en el vacío.
Y me acordaba de mis bebés
que tratában
una y otra vez
de agarrar el chorro de agua.
Ahora se está poniendo feo.
Y era verdad: va a llover.
No estaban equivocados
los que nos decían,
los que nos aconsejaban.
Y, a veces,
de tanto decir las cosas,
pasan,
como si el mundo,
la naturaleza,
se fuera configurando
según lo decimos,
como decía Juan del verbo,
el génesis de la palabra.
Nos alertaron del frío,
nos alertaron de las violetas nubes
del cielo;
y nos dieron un otoño triste
y feo.
Y creerlo lo hace posible
-y manifiesto-
en el hoy y en el acá.
Más allá será mejor;
será peor o no será.
Pero ahora hay que cerrar todo
y esperar que pase el vendaval.
Te tengo acá,
tan lejos que te añoran estos versos.
Y te conozco,
lamentablemente,
lamentarte por lo mismo.
Ahora no podemos hablar.
Estamos muy ocupados.
Pero quiero saber
por qué me dejás tan sólo
si no hay nada que necesite más.
Y si no hay… ¿por qué no puedo configurarte
al lado mío?
Por qué no puedo configurar
el calor y los días.
Dónde se fue el tiempo
de los caracoles y la espuma.
¿Es que cada vez
se va a poner
más feo y
–el cielo-
nunca más nos va a descubrir
ese sol que era el tiempo?
Dónde está el tiempo.
Alguien se lo va consumiendo,
lo va quitando, mezquinamente,
a medida que pasan los años.
Y ya no se puede ni perder,
ni encontrar,
ni pasarlo,
ni ganarlo,
ni aprovecharlo.
El tiempo no está
y,
sin embargo,
nosotros seguimos estando en él,
como condenados.
Agarrar esta capa de tiempo
que nos cubre
 y hacerla jirones.
Quedar libres.
En fin:
Pareciera que planeamos
como las gaviotas
o que flotamos
como un bote vacío
mar adentro
cuando estamos libres,
cuando nos deshacemos de la espada
de Damocles que cuelga del hilo
con el que fuimos tejiendo
los sueños.