“Cada vez que considero
que me tengo que morir,
tiendo una capa en el suelo
y no me harto de dormir”.
Una vez me preguntaron: Por qué
Dostoievski. Recién hoy me doy cuenta por qué: amar al hombre como hombre, es
un dolor, porque el dolor está hecho de pena y de felicidad. La realidad es
constante alteración, por lo tanto, indefinible; y así todo, no se cansó de
narrarla. Dostoievski amó al hombre y murió por ellos en la escritura, Jesús
amó al hombre y murió por ellos en la cruz (según la escritura), yo amo al
hombre y quise morir por ellos en San Luis. Me llamo Israel. Así le llamaban a
Jacob, que no tiene absolutamente nada que ver conmigo. A lo sumo, deberían
haberme llamado Job, o Jeremías.
Al igual que Borges, en algún momento
de mi vida tuve insomnio. Creo que eso nos hace pensadores. Al parecer, él
siguió pensando hasta los ochenta y seis años. Yo ya no pienso. Y tengo
cuarenta y cuatro. Tampoco tengo insomnio. Pero cuando lo tuve, pensé, como
tantos otros, o quizás todos, lo que significa estar vivo cuando uno quiere
estar muerto, en tanto estar despierto es lo mismo que vivir, y estar muerto lo
mismo que dormir. Vivir despierto, dormir muerto. Palabras, palabras, dice
Hamlet a Polonio.
Releo los párrafos anteriores y
considero que son pasmosos y soñolientos, absurdos aún en la abstracción, pero
que quieren tener relación con lo que voy a contar, como asiento de sus
vínculos con la muerte, y con Guayaquil,
en El informe de Brodie, que así
empieza.
Al final, no pasó nada (absolutamente
nada, por eso lo cuento), pero de haber sucedido lo que buscaba, hubiera sido
lo más importante que me podría haber pasado. Quizás después del nacimiento.
El amigo Maleza fue quien me presentó
al doctor Mezcal. El doctor Mezcal fue el que me dijo que si iba a San Luis,
encontraría la muerte, que me buscaba allí; que si la encontraba… la
encontraría.
Poco importan las circunstancias,
pero si no las dijera, en vez de narrador sería historiador, como Avellanos.
Maleza era entonces cónsul en la
embajada de Irán. Viajaba seguido, por lo que no lo veía mucho, pero cuando nos
citábamos, lo hacíamos con suficiente
tiempo para conversar. Nos unía la política y, según mi título afama, soy
agregado cultural de la asociación hebrea argentina, si es que existe. Lo
conocí en un Congreso en la Universidad de Berkeley. Maleza fue quien me contó
–esto lo recordaría después de los hechos- la historia de Salomón y la muerte. No
pocas veces me consultaba acerca de la cábala judía. No me hace falta aclarar,
llegado a este punto, que el hombre no hacía caso al escepticismo o al
positivismo.
Sucedió que Mezcal nos encontró casualmente en el café Val de Siberia, calle Chile y República
de Siria (si es que se intersectan). Saludó a Maleza y luego Maleza nos
presentó. Apenas terminada la formalidad, largó la frase. “Si va a San Luis
encontrará la muerte.”
Luego quedó con Maleza para verse en
el transcurso del mes (agosto), saludó y se fue.
Creo que no pregunté nada porque no
tuve tiempo, pero quizás haya sido porque no había nada que preguntar.
No tenía compromisos en San Luis,
pero le pedí a un conocido que me dejara ir a pasar unos días a su campo, en
Nueva Galia. No creo que haga falta explicar el porqué. Además, no lo sé.
Quizás fuera para demostrar que mi orgullo era correcto. Estar en lo correcto
es siempre una cuestión de vida o muerte. Al menos me gusta pensar que era sólo
eso, probablemente para alejar de mí la idea de que la vida no valga la
pena.
Como dije al principio, en San Luis
no pasó absolutamente nada.
Al volver a Buenos Aires, encontré
una nota de Ricardo Maleza de viaje en Indochina. Lo llamé. Dijo: “¡Es muy
extraño, Israel!: Un hombre me frenó en la calle y me preguntó dónde estabas.
Pensé que lo mejor era no darle ninguna información, así que le dije: Por qué
me pregunta a mí, no lo conozco. El hombre dijo que todos éramos amigos del
doctor Mezcal. Se estaba yendo cuando dijo, sin mirarme: le siège est fait. La idea no cambiaría de forma.”
Hoy, no sé si Mezcal mintió para salvarme
o si en verdad buscaba que me quedara en Buenos Aires. Tampoco sé si se
equivocó. Ni siquiera sé si se trató todo de una mentira nefasta, confabulada
entre dos personas enfermas. Nunca indagué. De hecho, nunca más lo vi ni quise
verlo. Tampoco volví a ver a Ricardo Maleza. Me había sepultado.
Resonancias
No sé lo que esa palabra pueda llegar a significar; lo
de Mezcal me sonaba en la cabeza, pero también, por aquella época, tenía que
hacerme una resonancia. Evidentemente, no dejaba de preguntarme qué hubiera
pasado de haberme quedado en Buenos Aires en vez de haber ido a Nueva Galia.
Primera resonancia. Algo parecido le pasaba a Jesús en la cruz: ¿Qué hubiera pasado de mantenerme lejos de
Jerusalén? Antes o después de preguntarle a dios por qué lo había
abandonado, lo tiene que haber pensado. Así lo vió Scorsese, y no tiene menos
posibilidades de haber sido así que de cualquier otra forma (Jesús sabía que
iba a morir, la pregunta es demasiado retórica, es otra posibilidad igual de
viable). Porque está claro que lo del jardín con Magdalena es una imagen o una
serie de imágenes, de lo que podría haber imaginado el nazareno, ¡ya dejen de
decir que fue de Belén! Pero a la religión –al arte- no le importa un comino la
coherencia o la historia. A veces. No siempre. Hay casos, como la École
Biblique o la revista CBQ. La cosa es que si Jesús no subía la montaña, hubiera
muerto igual; al igual que yo, que fui a San Luis y voy a morir igual. Porque
hay una muerte para cada uno, y acecha. Pero si fuera así, me pregunto, ¿sería
tan impensablemente torpe? Entonces, no sabía si era todo una mentira y me
volcaba a la ciencia: La muerte es algo natural, o totalmente azaroso; Mezcal,
un salame. Por qué no lo buscaba y lo apuraba con dos o tres preguntas, que no
se necesita más para ser el padre Brown. No voy a admitir que tenía miedo, pero
admito que es probable: en la inconsciencia, siempre es posible disfrazar la
verdad: Si temía, no lo sabía.
Maleza conocía al señor Mezcal a raíz del mismo
interés, la muerte, o la mística que hacen algunos hombres de la muerte.