lunes, 17 de septiembre de 2012

Soy el que soy



A Kiko


Yo soy una escalera por donde no se puede bajar ni subir.
Soy un recipiente vacío.
Yo soy el que habla para no decir nada.
Yo soy el círculo que empieza y termina.
Yo soy un libro de idioma desconocido.
Soy el idioma que nadie habla.
Soy el sonido que no se escucha.
Soy el grito silencioso.
Soy la única regla que no mide.
El enigma que no hay que descifrar…
Soy el que predica lo imposible.
Una pregunta sin respuesta.
Yo soy una puerta sin paredes.
La pileta sin agua.
Un estanque vacio.
Una soldadora que no suelda.
Una lámpara sin foco.
Yo soy un juego sin dados,
el billar sin tacos.
Yo soy una cuerda sin aire.
Yo soy el que no espera y el que espera todo.
Yo soy el que dice sin habla.
Yo soy el que expresa sin acta.
Yo soy lo que sería callar.
Un naipe sin número ni letra.
Una letra sin código
Soy el que no pertenece.
Si no se entiende,
es porque soy el que dice:
Que no entiendo nada,
es lo único que sé.



lunes, 10 de septiembre de 2012

Formatos

Prefacio a Fragmentos póstumos autobiográficos: Manifiestos de café en servilletas.
Por Danilo Ingrasia.
Recopilación de Camille Beausein.



Parece mentira que nadie sepa quién es. Si yo les nombro ese nombre, nadie va a encontrar una referencia. Si uno lo pone en el buscador, no encuentra más que un repostero, algo sobre bádminton, un documento del vaticano en latín y otras entradas que no tienen nada que ver con el poeta. Se podría decir, entonces, que Danilo Ingrasia fue un escritor no reconocido; pero se verá que más acertado sería decir que fue un escritor sumamente reconocido… en su poesía, no en su persona… como un anónimo.
Argentino. Empezó a escribir en servilletas, un poco para no gastar en papel y otro poco por el desprecio de las publicaciones, del moderno canon de ventas literario, de lo valorado por las mesas de las librerías. Según él, cruzó el Atlántico en una canoa. La cosa es que aparece viviendo en París, en el 87. Allí se internaba en los cafés, como Sartre y tantos otros en el planeta y la historia, y con sólo pedir el pocillo más barato, abusaba de la famosa hospitalidad francesa: no sólo se pasaba el día ocupando una mesa sino que consumía la totalidad de servilletas. ¿Qué se puede escribir en una servilleta, por Dios? Poemas, haikus, sentencias, relatos muy breves. Pero también una novela, o los Diálogos de Platón, si las servilletas pasan por fragmentos. No le importaba que fuera un soporte poco perdurable. De hecho, no le importaba la inmortalidad sino la mortalidad. Morir en un curioso, o en un simple gesto. Le importaba el presente, digamos. A veces se iba del café y se quedaba mirando a través del vidrio, disimulado y oculto, para ver qué pasaba. Y tuvo que enfrentarse –la mayoría de las veces- a un puño que estruja el corazón y lo tira como si fuera basura, al tacho. Pero le bastaban aquellas ocasiones en que alguien se tomaba un segundo para leer. Y lo llenaba si veía en la cara de ese lector, en su mirada, un interés, un suspiro, un extrañamiento, una sonrisa.

Si el objeto de todo lo que hace el ser humano, consciente o inconscientemente, a veces de los modos más rebuscados, a veces de los modos más equivocados, es por amor; entonces Ingrasia había logrado el objetivo: Camille. Moza. O camarera. Dejó la bandeja en la mesa y se sentó, despreocupada del severo can que pasaba las láminas del diario. Y leyó las servilletas. Ingrasia estaba en la vereda de enfrente, detrás de una morera.
Estuvo sentada un buen rato. Sonreía. Hay muchas sonrisas. Aquella era similar a un descubrimiento que provoca esa compasión o felicidad que ni uno mismo puede entender, paradójica felicidad que da la tristeza, saber –en una repentina exaltación intuitiva- que existe la belleza.
Momentos inciertos como esos se dan de mil maneras diferentes. A veces, va más según el estado anímico que atraviesa quien lo siente, que por lo que ve en sí. Me pasó por la cara esa sonrisa al leer una revista dedicada a René Goscinny. Me pasó con películas de Doris Dorrie; también con una mirada de mi hijo después de retarlo. Plenitudes que llenan.
Ingrasia la veía y vio cómo la cara se le iba deformando y, aunque no veía las lágrimas, se dio cuenta de que estaba llorando. Camille se pasó los dedos por las mejillas y supuso que era para secarlas. Justamente, los poemas que había escrito ese día, eran todos sobre el agua. Gotas, lágrimas. Lloviznaba. Ingrasia se había sentido lavado, recuerda, en la ducha, con ella, llorando de amor.
Camille se había guardado las servilletas en el bolsillo del delantal. Miró el fondo del pocillo de café antes de ponerlo sobre la bandeja. Allí vio sus ojos, a futuro. Él entró y dijo: “me olvidé la propina”. “Pensé… esto…”, ella, pero al final no dijo nada.
Y Camille nunca, hasta el día de hoy, se enteró de que él la había visto llorar. Y ella nunca le contó que había llorado. Tampoco le contó algo que yo no debería saber y que le quiero hacer saber a usted, que no conoce a Camille: esos poemas eran tan fuertes que ella, a la tarde, fue al baño, sacó los papeles y, pensando en el sensual movimiento de la birome, en la mirada baja y caída de Ingrasia, en los versos como agua mojada, inexistente fuego que se apaga, la mujer Camille -¡cómo te amamos, Camille!- suspiraba y brotaba desde la procreación. Tanto amaba esa mujer. Tanto. Y sonreía de cómo puede mojarse el agua y hasta llegó a pensar que su fuego se quemaba.
Las servilletas. Desperdigadas por los basurales parisinos, por las calles, como las colillas de los cigarrillos.
(Pero… ¿Camille leía castellano o Ingrasia escribía en francés?) No importa. Hay un pacto, entre usted y lo que quiero contar. Hubo un poeta inglés, William Shakespeare. Él dijo: Pasar el tiempo preguntando por qué el día es día y la noche, noche; no es más que desperdiciar día, noche y tiempo. ¿O piensa que Danilo Ingrasia verdaderamente existió? Por supuesto que sí. Es una historia real, demasiado, y por eso cualquier semejanza con la realidad es pura casualidad.
Por eso tampoco importa mucho cómo llegó Gaspar Potemkin a leer ciertas servilletas. Los indicios son pocos. Lo seguro es que necesito introducirlos en la temática: Potemkin era y es empresario de las servilletas y su empresa fue la primera en introducir grabados en el papel. Empezó con figuras abstractas, como firuletes. Después pasó a las recetas de cocina. La metodología tuvo mucho éxito y la gran mayoría de las empresas de servilletas domésticas en el mundo copiaron la idea para las líneas de gama más alta de sus producciones. Potemkin, que nada tiene que ver con el acorazado más que la casualidad, que en el fondo es lo que une todas las cosas y que por ende podría decir que tiene todo que ver con él, por casualidad, también, llegó a contactar al errante D. Ingrasia.
Durante toda la década del noventa, Francia (también parte de Europa) estuvo consumiendo servilletas “Potemkin”, línea Arscript, grabadas con poemas, haikus y microrelatos, de Danilo Ingrasia. El éxito fue considerable. Las ventas aumentaron. Potemkin le pagaba como a un tercero. Luego lo contrató. En el acuerdo que hicieron se manifestó que no iba a aparecer la gracia del autor, es decir, que serían poemas anónimos.
Como ven, la historia es: Danilo Ingrasia fue un autor sumamente leído, pero no reconocido. Bueno, las servilletas en el mundo globalizado de hoy siguen el mismo camino que los libros: algunos son leídos, otros no, pero casi todos terminan siendo basura.
Esta edición facsímil de servilletas reúne su autobiografía. Trescientas veinte páginas equivalen a trescientas veinte servilletas, que Camille fue acumulando y que hoy componen esta edición que, por razones obvias, nadie va a leer.

Le sens meme l'absurde

Ce-que se sufre par ici, c’est la joie d’autre part.
Le doleur d’etre unconnu, c’est le blaise
de la absance du doleur,
d’etre normale.
Nature humane que toujours
se demande le goût
de sa propós et condition.
Tant q’ le sens,
tant q’ l’absurde.

Poemas de Yadin





Cuando Israel Yadin vió que su padre lo llamaba con insistencia, se frenó y pensó qué hacer.

Cuando Israel Yadin vió el sufrir de los que imploran, decidió callar a los que callan.

Cuando Israel Yadin se levantó de la siesta, buscó un pan para hacerse grande.

Y el pan se hizo grande.

Y los que alguna vez hablaron, callaron.

E Israel dijo:

Si el hombre se hace grande, el hambre disminuye.

La luna era una sonrisa fina y a nivel. Y el aire lo estremecía.

Israel dijo que el hombre inteligente, es necesariamente más bueno que el incapaz:
No puede haber una persona mala que sea inteligente, dijo. Sería como afirmar que la inteligencia puede ser tonta.
Y dijo:
También debe ser ley: Si un hombre parece tonto, pero es bueno, es en verdad inteligente.


Cuando el hombre rescató del olvido aquel manuscrito de Yadin;
los que no leen, empezaron a decir que no había que leer.

Nadie leyó el manuscrito.

Nadie más volvió a leer.

Y el manuscrito, se leía a sí mismo:

Cuando Mihail Bervatov, el amante de Carmela de Paty, llegó al ápice de este pergamino, empezó a lamer y morder sus puntas como un roedor. Y Carmela, amante de los libros, solamente va a leer en la oscuridad las tenebrosas sombras de la muerte. Algo que está escrito en algún lado.

Decían los profetas:

Cuando éste manuscrito deje de leerse a sí mismo, ya no podrán decir que está escrito.

El manuscrito. El que se lee a sí mismo.
El pergamino devorado por los insectos.

Nadie más va a poder leerlo.

Y el mundo. Terminado,
muerto.

Cuando Yadin cerró el libro, se fue a sentar afuera y prendió un cigarro.
El sol lo dejó medio ciego: deja de leer.
Y camina por el blanco y la luz que encandila.
Había dejado el negro de la tinta, el profundo abismo de la nada.
Su cuerpo sintió el calor y el cansancio, porque araba la tierra.
Se quedó con lo único: Sólo sé que no sé nada.
Podó los árboles y cavó su propia tumba.
Hay que morirse lo antes posible, pensó.
Porque está escrito: Algún día todo vuelve a la oscuridad.
Un mito.
Que surge del hedor de la descomposición de los cuerpos,
el que conduce al entierro.

Israel había decidido facilitar la sepultura.

Alguien, hecharía la tierra.

«Para que haya un más allá», pensó Yadin.

Los que eran, y estaban, dijeron:

“Cuando algo está claro en la cabeza,
está claro en el papel”.

Israel dijo: ¿cómo puede haber algo claro?
Y dijo: Que algo sea claro es, a lo sumo, una presunción.

Ya está dicho: la máxima afirmación -confusa, paradójica, redundante-
es que no podemos saber nada cierto.
Y siguió cavando.

Un gran cuento

Una vez pensé un cuento corto y me dije: tengo que recordarlo para escribirlo. En ese momento, estaba ocupado. Recién a los tres días me senté a la computadora y recordé que había pensado un cuento, pero no me acordaba ni de qué se trataba. Entonces, escribí esto para concluir: Confío en que algún día, una circunstancia cualquiera, probablemente relacionada con la sustancia de lo que quería contar, se va a encargar de sacarlo a la superficie. Cuando pase, lo voy a escribir; por ahora, hagan de cuenta que entre éstas líneas, hay un gran cuento.

Ojo el ojo

Solamente me parece interesante el cómo. Venía viajando por la 7, a la altura de Carmen de Areco. Había mucho tráfico. Delante nuestro, había un camión. Me asomaba para ver si lo podía pasar. Mi hijo me preguntó qué hacían las vacas en ese camión. Ahora te digo, estoy manejando, le dije. En un momento, miré el camión, que estaba apiñatado de vacas. Al Mercado de Liniers. Y, entre tabla y tabla, una vaca me mostró sus ojos. Uno, en realidad. Y eso bastó para que dejase de comer carne.
En mi vida, había visto miles de vacas, miles de camiones y miles de ojos. Sabía bien del mercado, de las carnicerías; de hecho, había visto carnear, pero nunca se me había movido un pelo. Pero ese ojo… Era un ojo de tristeza resignada. Un ojo demasiado expresivo. Sentí toda la pena del mundo y no quise comer más vacas.
Después, recordé que cuando era chico, en el campo, en un carneo, nos habían dado el ojo de una vaca sacrificada y con mis primos lo agarrábamos y jugábamos. Quizás la pregunta de mi hijo me devolvió a ese momento y después, ver la cara aplastada y el ojo triste de la vaca camino al matadero. No es una cuestión ideológica. Me inclino más hacia un hecho traumático: el ojo que sostenía en mi mano era el mismo ojo que me miraba desde el camión.

Elba

Mi mujer la había ido a visitar dos veces al hospital.
Esta vez, estaba muy complicado. Raúl me lo había dicho.
Una internación en la sala común. Ya no valía la pena el cuarto.

Se sentaba en la punta del sillón, donde el sol de las tres le diera calor y luz como a un vegetal. “Ya no me sirven, decía de sus ojos. Tanto trabajaron… está bien, ¿no?, que estén cansados”. También decía: “No me deja ir; ¿por qué no me deja ir?”

Después del almuerzo, no quedó nadie. La dejaron ahí sentada porque tenían que hacer esto o aquello, siempre tan ocupados. Yo me quedé unos minutos más. No de bueno, de desocupado. Era domingo.
Se puso contenta. Siempre había visto o deseado algo de mí. Me tocaba o me pedía que la lleve y se aferraba como si quisiera ser joven. Como si de esa manera pudiera espantar a la muerte. Y la muerte siempre pasaba por su cabeza y decía: “Éstos son dos novios en la flor de la edad.”

Antes del geriátrico, caminaba hasta lo de su hijo. Una vez me dijo: “¿Por qué nunca me dejan pasar?, ¿será porque no soy millonaria, porque no tengo plata?”
Cuando me saludaba, me agarraba los cachetes y las puntas frias de sus dedos pasaban del cuello a la espina dorsal. Tenía las manos como una sudadera de cuero crudo. “Ah. Estoy tan cansada”, decía. Y siempre preguntaba: “¿Y cómo anda usté?” Y me pegaba los labios todo el tiempo que pudiera, hasta que fuera demasiado obio o mi mujer dijera: “abuela”, y entrara a despegarla de mí.
Cuando se emocionaba, juntaba las manos y se tapaba la boca como quien le reza a María. La incontención lagrimal constante, simulaba una felicidad de llanto. O una tristeza.

Una vez me había dado un billete de cinco pesos en una bolsa. Era impresionante porque se notaba que era un bolsa útil, importante. Le era algo muy difícil de conseguir, las bolsas. Esa estaba sucia y arrugada, y la había doblado y vuelto a doblar para proteger lo que llevaba. Para que fuera como un sobre. Había pensado que un billete sin un recipiente era como un pago y qué, usando una de las bolsas que le quedaban en el cajón, pasaba a ser un regalo.
Cuando falleció Robertito le dijeron que se había ido a vivir a San Luis. Ella preguntaba la dirección para poder mandarle “algo escrito”. Y tal vez lloraba más en la sensación de abandono voluntario de su propio hijo, que lo que hubiera llorado de haberlo sabido muerto.

Ya va a volver, decíamos.

Le dijeron: Dame el papelito que se lo mando. Y ella escribió y, con su pulso, parecía arameo. Nunca pude leerlo. Se guardó, se enterró con el destinatario, o se tiro al tacho.
Un día, se cansó de preguntar cuándo iba a volver de San Luis; o se dio cuenta de que no iba a volver.

Era como el verdadero cordero sufriente, apedrada por todos nosotros a diario, la crucificción que se vuelve mito, como la manzana. La despreciamos en sus palabras, en su compañía. La despreciamos cuando comía, cuando había que sostenerla, cuando necesitaba remedios, cuando no contenía sus heces o su orina. La despreciamos cuando lloraba.
Representamos a Judas, a Pilato, a Caifás, a Heródes, a Pedro. Representamos al hombre.

En la tranquilidad de la siesta, ella suspiraba. Después, le pregunté si pensaba que lo que viniese sería mejor o peor. No sé por qué lo hice, fue algo automático. Y yo veía una sola respuesta posible, nunca imaginé que alguien, a esa edad, pudiera contestarme lo que me contestó. Dijo, después de refleccionar: “Yo creo que peor.”
De esa forma me había ganado. Había logrado superar el prejuicio. No supe qué decir. Hasta que quise cerciorarme: ¿Peor? Peor, afirmó. Lo dijo tranquila, sin que esa conjetura le provocara la más mínima reacción. Me fui, le dí un beso en su cachete seco, frío, duro como el cuero listo para formar parte de una bota de serpiente, o de lagarto.

Ayer a la noche, una de sus nietas escribió en facebook: “Te vamos a extrañar, Elva.” No lo leí, me lo contaron, aclarando lo de la v corta.