Dormido en la arena, en la evanescencia del sudor tibio
de la sal, te amé. Y soñé en la espuma de tu aliento y la sangre sonó en un
solo tiempo; y te amé.
Y en el frío invierno gris de los ojos, del grito
incesante de las aves, de los rumores que invaden el silencio, te amé. Te he amado.
Te escuché en el mar y dejé las conchas de las eras, en
el eco de los acantilados.
Eras el sonido que se va moviendo por las montañas,
cuando no hay nadie. Cuando no hay oyente. Te amé en lo absoluto, en lo
universal, en la forma platónica.
Te amé en las teclas de los teclados, en las tejas de
los tejados, en el aire del cielo; te amé, como el viento es del aire; te amé,
en el agua del mar; y te amé, en la luz y en el ser, como Lucifer.
Te amé, te he
amado, en las mariposas más que en las rosas, porque no había espinas. Te
amé. Te he amado.
Ahora, como Eça, que cantó a Jesús llevándose una mano
al pecho, para proteger tus iniciales, te amo. El que llama a la luna sol
fulminado, Eça, el que ha amado, como
él –amor con espinas- como las rosas, te amo, porque te amé en las mariposas.
Lo que se vuelve eterno puede ser etéreo, o disperso:
Mañana será… aunque como metáfora tengamos que usar el cardo.
[1] Eça de Queiroz (1845 – 1900)
[2] Por favor, interprétese este poema de manera optimista. No se diga que
no amo. El ser humano que no ama es como un fiambre, o un cuerpo embalsamado.
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