martes, 27 de marzo de 2012

Carpe diem, el presente puro e inconsciente de la manzana

Un hombre se enteró de que su mujer le era infiel. La increpó y la mujer se defendió como si fuera abogada.
El hombre le dijo:
“Cómo podés traicionar todo el amor, la felicidad, que tenemos. Cómo pudiste arruinarlo todo.”
Entonces, la mujer, muy segura, decía:
“Te amo. Te voy a explicar, por favor, no te vayas. Nunca traicioné el amor que te tengo. Te hubiera traicionado si hubiera pensado, en el momento en que aquel hombre me abrazaba, que llegarías a enterarte y que dañaría nuestra relación. Pero no. En ese momento, te lo juro, no pensaba en nada. Era como si no existieras, como si no existiera ni el pasado ni el futuro. Solamente existía el presente.
”Y aunque no comulgaba con Horacio en forma consciente, el presente era un calor en todo mi cuerpo y un cuerpo que me pesaba. Sus ojos –ay culpables-,  el abismo donde no veía. Yo te aseguro que era tanto el calor, que no me funcionaba la mente.
”Mi amor, si en ese momento no te conocía, si solo existía el momento, y nada ajeno a él era existente, ¿cómo podría haberte traicionado? ¿Puede ir a prisión el que sueña? ¿Acaso no se perdona al recién nacido cada vez que se hace encima?”
Y dijo:
“Solamente soy culpable de aprovecharme demasiado del presente.”

El hombre había escuchado. Pensaba en Eva dirimiendo con Dios. En Adán, que esperaba la resolución. En la concepción inmaculada de Sara, de María. Había imaginado a Freud escuchando la conversación, mirando –con su pipa en la boca- a Horacio –con el torso desnudo lleno de músculos, con su barba retórica- envolviendo a su mujer con los brazos, como el protector de las llamas de la gehena que había alrededor. Y en una abstracción daliniana, vio un útero pegajoso, sintió calor y humedad y escuchó su propio jadeo. Entonces, su virilidad la atravesó completa, como empalada, y la carne cruda y molida brotó de su boca.  
-¡Inconsciente! –le gritó su mujer-, eso duele.

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