“Allí viene el apóstata.”
Así me siento,
pero después viene una señora,
se sienta en otro asiento,
y desde el alma,
y desde ese cuello inútil,
la señora me dice:
No sea tan duro consigo, mijito.
Déle una rosa a quien la merece,
y guarde las espinas para
rascarse el orto.
Perdón, para rascarse el rostro.
Venga, siéntese.
Fui a donde estaba, me agarró la mano
y la puso en su vientre materno,
que hervía como el de una verdadera
perra tomando sol, y dijo:
Siéntame.
Y estuve en la arena
-con el sol de Dan
y con el movimiento del mar-
masturbando a una señora
entre las curvas y los badenes
entre el calor del la chapa y la gente,
en la línea 30, o en la 130,
mientras me explicaba el significado
de mi apostasía, diciendo:
Ustéd que no quería sentirme,
con su previa mano en mis
entrañas.
Ustéd que abjura de la madre,
de este vientre que lo vio nacer.
No se contentaba, dijo:
No esté buscando
estar adentro mío.
Mírese: Metiéndo su mano
ingenuamente
por mi vagina.
La estrechez, amigo,
es donde pocas personas entraron.
Aquí entraron zapallos enteros a
diario.
Usted no sabe cómo hacer feliz a una mujer.
Sucede, entonces, que
me obliga a agacharme,
porque es como una
órden su mirada,
un desafío cada
palabra.
Me arrodillo frente
suyo.
¡Dios que me vacía!
¡Dios que libera la sabia,
que me aprieta las entrañas!
Ella grita y grita.
Después, se levanta y
dice:
Gracias, jovencito.
Se baja.
Me siento y siento su
figura en el asiento,
Todos me miran
mientras
me cubro con la
campera.
Pienso: Lo malo del
pensamiento
es su obsenidad, es
decir,
la imposibilidad de
quedar oculto.
Quizás también sea lo
bueno.
Franz Lló
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