lunes, 10 de septiembre de 2012

Elba

Mi mujer la había ido a visitar dos veces al hospital.
Esta vez, estaba muy complicado. Raúl me lo había dicho.
Una internación en la sala común. Ya no valía la pena el cuarto.

Se sentaba en la punta del sillón, donde el sol de las tres le diera calor y luz como a un vegetal. “Ya no me sirven, decía de sus ojos. Tanto trabajaron… está bien, ¿no?, que estén cansados”. También decía: “No me deja ir; ¿por qué no me deja ir?”

Después del almuerzo, no quedó nadie. La dejaron ahí sentada porque tenían que hacer esto o aquello, siempre tan ocupados. Yo me quedé unos minutos más. No de bueno, de desocupado. Era domingo.
Se puso contenta. Siempre había visto o deseado algo de mí. Me tocaba o me pedía que la lleve y se aferraba como si quisiera ser joven. Como si de esa manera pudiera espantar a la muerte. Y la muerte siempre pasaba por su cabeza y decía: “Éstos son dos novios en la flor de la edad.”

Antes del geriátrico, caminaba hasta lo de su hijo. Una vez me dijo: “¿Por qué nunca me dejan pasar?, ¿será porque no soy millonaria, porque no tengo plata?”
Cuando me saludaba, me agarraba los cachetes y las puntas frias de sus dedos pasaban del cuello a la espina dorsal. Tenía las manos como una sudadera de cuero crudo. “Ah. Estoy tan cansada”, decía. Y siempre preguntaba: “¿Y cómo anda usté?” Y me pegaba los labios todo el tiempo que pudiera, hasta que fuera demasiado obio o mi mujer dijera: “abuela”, y entrara a despegarla de mí.
Cuando se emocionaba, juntaba las manos y se tapaba la boca como quien le reza a María. La incontención lagrimal constante, simulaba una felicidad de llanto. O una tristeza.

Una vez me había dado un billete de cinco pesos en una bolsa. Era impresionante porque se notaba que era un bolsa útil, importante. Le era algo muy difícil de conseguir, las bolsas. Esa estaba sucia y arrugada, y la había doblado y vuelto a doblar para proteger lo que llevaba. Para que fuera como un sobre. Había pensado que un billete sin un recipiente era como un pago y qué, usando una de las bolsas que le quedaban en el cajón, pasaba a ser un regalo.
Cuando falleció Robertito le dijeron que se había ido a vivir a San Luis. Ella preguntaba la dirección para poder mandarle “algo escrito”. Y tal vez lloraba más en la sensación de abandono voluntario de su propio hijo, que lo que hubiera llorado de haberlo sabido muerto.

Ya va a volver, decíamos.

Le dijeron: Dame el papelito que se lo mando. Y ella escribió y, con su pulso, parecía arameo. Nunca pude leerlo. Se guardó, se enterró con el destinatario, o se tiro al tacho.
Un día, se cansó de preguntar cuándo iba a volver de San Luis; o se dio cuenta de que no iba a volver.

Era como el verdadero cordero sufriente, apedrada por todos nosotros a diario, la crucificción que se vuelve mito, como la manzana. La despreciamos en sus palabras, en su compañía. La despreciamos cuando comía, cuando había que sostenerla, cuando necesitaba remedios, cuando no contenía sus heces o su orina. La despreciamos cuando lloraba.
Representamos a Judas, a Pilato, a Caifás, a Heródes, a Pedro. Representamos al hombre.

En la tranquilidad de la siesta, ella suspiraba. Después, le pregunté si pensaba que lo que viniese sería mejor o peor. No sé por qué lo hice, fue algo automático. Y yo veía una sola respuesta posible, nunca imaginé que alguien, a esa edad, pudiera contestarme lo que me contestó. Dijo, después de refleccionar: “Yo creo que peor.”
De esa forma me había ganado. Había logrado superar el prejuicio. No supe qué decir. Hasta que quise cerciorarme: ¿Peor? Peor, afirmó. Lo dijo tranquila, sin que esa conjetura le provocara la más mínima reacción. Me fui, le dí un beso en su cachete seco, frío, duro como el cuero listo para formar parte de una bota de serpiente, o de lagarto.

Ayer a la noche, una de sus nietas escribió en facebook: “Te vamos a extrañar, Elva.” No lo leí, me lo contaron, aclarando lo de la v corta.


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