lunes, 10 de septiembre de 2012

Ojo el ojo

Solamente me parece interesante el cómo. Venía viajando por la 7, a la altura de Carmen de Areco. Había mucho tráfico. Delante nuestro, había un camión. Me asomaba para ver si lo podía pasar. Mi hijo me preguntó qué hacían las vacas en ese camión. Ahora te digo, estoy manejando, le dije. En un momento, miré el camión, que estaba apiñatado de vacas. Al Mercado de Liniers. Y, entre tabla y tabla, una vaca me mostró sus ojos. Uno, en realidad. Y eso bastó para que dejase de comer carne.
En mi vida, había visto miles de vacas, miles de camiones y miles de ojos. Sabía bien del mercado, de las carnicerías; de hecho, había visto carnear, pero nunca se me había movido un pelo. Pero ese ojo… Era un ojo de tristeza resignada. Un ojo demasiado expresivo. Sentí toda la pena del mundo y no quise comer más vacas.
Después, recordé que cuando era chico, en el campo, en un carneo, nos habían dado el ojo de una vaca sacrificada y con mis primos lo agarrábamos y jugábamos. Quizás la pregunta de mi hijo me devolvió a ese momento y después, ver la cara aplastada y el ojo triste de la vaca camino al matadero. No es una cuestión ideológica. Me inclino más hacia un hecho traumático: el ojo que sostenía en mi mano era el mismo ojo que me miraba desde el camión.

No hay comentarios:

Publicar un comentario