lunes, 10 de septiembre de 2012

Formatos

Prefacio a Fragmentos póstumos autobiográficos: Manifiestos de café en servilletas.
Por Danilo Ingrasia.
Recopilación de Camille Beausein.



Parece mentira que nadie sepa quién es. Si yo les nombro ese nombre, nadie va a encontrar una referencia. Si uno lo pone en el buscador, no encuentra más que un repostero, algo sobre bádminton, un documento del vaticano en latín y otras entradas que no tienen nada que ver con el poeta. Se podría decir, entonces, que Danilo Ingrasia fue un escritor no reconocido; pero se verá que más acertado sería decir que fue un escritor sumamente reconocido… en su poesía, no en su persona… como un anónimo.
Argentino. Empezó a escribir en servilletas, un poco para no gastar en papel y otro poco por el desprecio de las publicaciones, del moderno canon de ventas literario, de lo valorado por las mesas de las librerías. Según él, cruzó el Atlántico en una canoa. La cosa es que aparece viviendo en París, en el 87. Allí se internaba en los cafés, como Sartre y tantos otros en el planeta y la historia, y con sólo pedir el pocillo más barato, abusaba de la famosa hospitalidad francesa: no sólo se pasaba el día ocupando una mesa sino que consumía la totalidad de servilletas. ¿Qué se puede escribir en una servilleta, por Dios? Poemas, haikus, sentencias, relatos muy breves. Pero también una novela, o los Diálogos de Platón, si las servilletas pasan por fragmentos. No le importaba que fuera un soporte poco perdurable. De hecho, no le importaba la inmortalidad sino la mortalidad. Morir en un curioso, o en un simple gesto. Le importaba el presente, digamos. A veces se iba del café y se quedaba mirando a través del vidrio, disimulado y oculto, para ver qué pasaba. Y tuvo que enfrentarse –la mayoría de las veces- a un puño que estruja el corazón y lo tira como si fuera basura, al tacho. Pero le bastaban aquellas ocasiones en que alguien se tomaba un segundo para leer. Y lo llenaba si veía en la cara de ese lector, en su mirada, un interés, un suspiro, un extrañamiento, una sonrisa.

Si el objeto de todo lo que hace el ser humano, consciente o inconscientemente, a veces de los modos más rebuscados, a veces de los modos más equivocados, es por amor; entonces Ingrasia había logrado el objetivo: Camille. Moza. O camarera. Dejó la bandeja en la mesa y se sentó, despreocupada del severo can que pasaba las láminas del diario. Y leyó las servilletas. Ingrasia estaba en la vereda de enfrente, detrás de una morera.
Estuvo sentada un buen rato. Sonreía. Hay muchas sonrisas. Aquella era similar a un descubrimiento que provoca esa compasión o felicidad que ni uno mismo puede entender, paradójica felicidad que da la tristeza, saber –en una repentina exaltación intuitiva- que existe la belleza.
Momentos inciertos como esos se dan de mil maneras diferentes. A veces, va más según el estado anímico que atraviesa quien lo siente, que por lo que ve en sí. Me pasó por la cara esa sonrisa al leer una revista dedicada a René Goscinny. Me pasó con películas de Doris Dorrie; también con una mirada de mi hijo después de retarlo. Plenitudes que llenan.
Ingrasia la veía y vio cómo la cara se le iba deformando y, aunque no veía las lágrimas, se dio cuenta de que estaba llorando. Camille se pasó los dedos por las mejillas y supuso que era para secarlas. Justamente, los poemas que había escrito ese día, eran todos sobre el agua. Gotas, lágrimas. Lloviznaba. Ingrasia se había sentido lavado, recuerda, en la ducha, con ella, llorando de amor.
Camille se había guardado las servilletas en el bolsillo del delantal. Miró el fondo del pocillo de café antes de ponerlo sobre la bandeja. Allí vio sus ojos, a futuro. Él entró y dijo: “me olvidé la propina”. “Pensé… esto…”, ella, pero al final no dijo nada.
Y Camille nunca, hasta el día de hoy, se enteró de que él la había visto llorar. Y ella nunca le contó que había llorado. Tampoco le contó algo que yo no debería saber y que le quiero hacer saber a usted, que no conoce a Camille: esos poemas eran tan fuertes que ella, a la tarde, fue al baño, sacó los papeles y, pensando en el sensual movimiento de la birome, en la mirada baja y caída de Ingrasia, en los versos como agua mojada, inexistente fuego que se apaga, la mujer Camille -¡cómo te amamos, Camille!- suspiraba y brotaba desde la procreación. Tanto amaba esa mujer. Tanto. Y sonreía de cómo puede mojarse el agua y hasta llegó a pensar que su fuego se quemaba.
Las servilletas. Desperdigadas por los basurales parisinos, por las calles, como las colillas de los cigarrillos.
(Pero… ¿Camille leía castellano o Ingrasia escribía en francés?) No importa. Hay un pacto, entre usted y lo que quiero contar. Hubo un poeta inglés, William Shakespeare. Él dijo: Pasar el tiempo preguntando por qué el día es día y la noche, noche; no es más que desperdiciar día, noche y tiempo. ¿O piensa que Danilo Ingrasia verdaderamente existió? Por supuesto que sí. Es una historia real, demasiado, y por eso cualquier semejanza con la realidad es pura casualidad.
Por eso tampoco importa mucho cómo llegó Gaspar Potemkin a leer ciertas servilletas. Los indicios son pocos. Lo seguro es que necesito introducirlos en la temática: Potemkin era y es empresario de las servilletas y su empresa fue la primera en introducir grabados en el papel. Empezó con figuras abstractas, como firuletes. Después pasó a las recetas de cocina. La metodología tuvo mucho éxito y la gran mayoría de las empresas de servilletas domésticas en el mundo copiaron la idea para las líneas de gama más alta de sus producciones. Potemkin, que nada tiene que ver con el acorazado más que la casualidad, que en el fondo es lo que une todas las cosas y que por ende podría decir que tiene todo que ver con él, por casualidad, también, llegó a contactar al errante D. Ingrasia.
Durante toda la década del noventa, Francia (también parte de Europa) estuvo consumiendo servilletas “Potemkin”, línea Arscript, grabadas con poemas, haikus y microrelatos, de Danilo Ingrasia. El éxito fue considerable. Las ventas aumentaron. Potemkin le pagaba como a un tercero. Luego lo contrató. En el acuerdo que hicieron se manifestó que no iba a aparecer la gracia del autor, es decir, que serían poemas anónimos.
Como ven, la historia es: Danilo Ingrasia fue un autor sumamente leído, pero no reconocido. Bueno, las servilletas en el mundo globalizado de hoy siguen el mismo camino que los libros: algunos son leídos, otros no, pero casi todos terminan siendo basura.
Esta edición facsímil de servilletas reúne su autobiografía. Trescientas veinte páginas equivalen a trescientas veinte servilletas, que Camille fue acumulando y que hoy componen esta edición que, por razones obvias, nadie va a leer.

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