Cuando era chico me encontró Farías, gran profesor de biología, que
trabajaba también en el Conicet, o lo encontré yo, en el baño, o en el patio, y
le dije que tenía un tremendo dolor de cabeza. Le pedí una cafiaspirina. Dijo
que era mejor no tomar y, en el baño, me ayudó a poner la nuca debajo del
chorro de agua. En parte y por un rato, se me pasó. El hombre me había
bautizado. Una rara encarnación de Juan, pulcro, pelado, de guardapolvo blanco,
que manipulaba con la voz mitocondrias y emisarios, como epígramatico de la
resignación, en un pequeño Jordán, con cerámicos y luces de neón.
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