Ayer no me podía dormir y pensaba
muchas cosas. Entre ellas, hacer un laberinto de planchuelas de hierro que se
pudiera colgar en la pared. Imaginé que el laberinto más complicado de sortear
no tiene paredes: es el inmenso desierto. Pensé en lo que dijo Borges: Bastan
dos espejos para construir un laberinto. Pensé una escalera que se va
agrandando y sube en círculos y termina en la nada. Pensé que podía escribir
una palabra para cada palabra de la Biblia y que así tendría el Otro libro.
Pensé que hoy a la mañana iba a escribir lo que pensaba. Pensé en lo que
siempre soñé: una hormiga que me aplasta. Imaginé que si Funes podía recordarlo
todo, entonces podría haber resuelto los enigmas del sueño. Pensé en un bosque.
Quizás era aquel inmenso bosque donde construí una casa, en una estancia del
moro, en Lobería. El barbudo que venía a visitarme tenía una sabiduría
desconocida. No puedo decir cuál era, estaba en sus ojos, en su agonía, pero
nunca me la dijo, nunca la ví, nunca pude descubrirla. Miraba el arrollo y
simplemente dejaba pasar el tiempo. Escuchaba el monte y sentía que por detrás
venía otro barbudo que era tenebroso como dios, la muerte y el mal. Sus ojos,
su barba, su tristeza, llegaban hasta él desde la oscuridad. El viento blandía
las copas, y hacía caer el golpe seco de una rama contra el suelo, ruido que lo
hacía girar y ver todo su odio, todo el horror de su ser en el abismo. Su
propio infierno. Yo construía una casa cuando no intentaba verlo, mirando el
arrollo. Cortaba los paraísos golpeando con el hacha. Hastiaba los huesos y las
intersecciones hasta que ardiera la carne, hasta que mi cuerpo pudiera
descansar en paz. Pensé que era necesaria la hoguera, para poder descansar,
para dejar caer el cuerpo, que impide soñar al alma. O volar.
Descubrí, en un sueño, que el tero es
el animal más representativo del costado siniestro del mal. No lo supe en ese
momento, ahora sí. Lo habrá intuído también algún egipcio. Agazapado en su mirada
atenta, siempre a punto de gritar, la mancha negra que le oculta la cara, su
manía de controlar absolutamente todo. Después, escuché una canción llamada
Bulgaria. La musica divergía entre mi cuello y me contorsionaba como la
calamidad. Me hundí los ojos con las palmas de mis manos. Traté de saber o ver
lo que estaba haciendo. No lo sabía. Creo que sólo escuchaba y dejaba que el
tiempo pase, como el agua en el arrollo que miraba el barbudo, igual que yo,
tratando de saber lo que él sabía. Luego, me dormía.
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